Dios dice que la vida está en la sangre y que solo la sangre puede expiar (o reconciliar) el pecado. Durante la primera Pascua, en tiempos de Moisés, el Señor ordenó al pueblo que sacrificara un cordero y pusiera un poco de su sangre en los postes y en el dintel de la puerta de sus casas (Éxodo 12). Esta sangre debía protegerlos del ángel que mataría al primogénito de los egipcios como parte de la última plaga antes de que los israelitas fueran liberados. La sangre sirvió como medio de expiación por los pecados de los israelitas desde la construcción del tabernáculo en el desierto, a través de todo el período del templo, hasta el tiempo de Jesús.
Cristo cumplió la ley al morir personalmente en la cruz por nuestros pecados (Romanos 5:8). Su sangre pagó el precio del pecado humano, proporcionando el camino para que todas las personas pudieran conocer a Dios personalmente (Juan 14:6; Hechos 4:12).
Los cristianos ya no ofrecen sacrificios de sangre, puesto que Jesús es el cumplimiento de la ley (Mateo 5:17). En cambio, aceptan el sacrificio de sangre de Jesús en la cruz como suficiente para perdonar el pecado (Mateo 26:27-28). Recordamos el sacrificio de Su sangre en el acto de la Comunión, adorando al Señor por darnos a Su Hijo unigénito para ofrecernos la vida eterna (Juan 3:16).
Aunque muchos se sientan incómodos con la idea de que el cristianismo sea una religión “sangrienta”, es por la sangre de Jesús que nos hemos acercado a Él. El apóstol Pablo instruyó en Efesios 2:13: “Pero ahora en Cristo Jesús, ustedes que en otro tiempo estaban lejos, han sido acercados por la sangre de Cristo”. El libro de Apocalipsis añade que Jesús es Aquel que “nos ama y nos libertó de nuestros pecados con Su sangre” (Apocalipsis 1:5). El sacrificio de Jesús ha tendido para siempre un puente entre la humanidad y el Creador, demostrando la profundidad de Su amor y Su gracia. A la luz de esto, estamos llamados a vivir con admiración y gratitud, honrando continuamente Su sacrificio al vivir para Él y abrazar la vida abundante que nos ofrece. La sangre de Cristo no solo nos limpia, sino que también nos atrae a Su abrazo eterno, dándonos el poder de caminar en una vida nueva.