El amor es un fruto del Espíritu Santo porque refleja la propia naturaleza de Dios y es esencial para cada parte de la vida cristiana. La Biblia enseña que sin amor, incluso las acciones espirituales más impresionantes carecen de sentido (1 Corintios 13:1-3). Este amor —el ágape— es sacrificial, paciente, humilde y duradero, y es impulsado por el Espíritu más que producido por el esfuerzo humano (Gálatas 5:22; Juan 15:13).
Nada puede fabricar artificialmente el amor de Dios en nosotros. El amor es un fruto del Espíritu; crece en Su presencia. Filipenses 2:13 señala una verdad que a menudo olvidamos: “porque Dios es quien obra en ustedes tanto el querer como el hacer, para Su buena intención”. La obediencia, la madurez y el ministerio exitoso solo son posibles cuando permitimos que Dios obre a través de nosotros. Es necesario tener presente esta verdad al contemplar el fruto del Espíritu en Gálatas 5:22-23. El “fruto” es del Espíritu; no proviene de nuestro propio esfuerzo. Al permitir que el Espíritu Santo nos cambie, podemos amar a Dios y a los demás como debemos. “Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y Su amor se perfecciona en nosotros” (1 Juan 4:12).